21.6.12

Bruce Springsteen y el concierto de nunca acabar





Antes de nada, no sé qué tipo de karma, concentración de fuerzas místicas o dioses hizo que la cola del concierto fuera el único tramo de la calle que gozara de sombra, pero gracias de todo corazón.

En segundo lugar, si el concierto que Bruce Springsteen dio en Madrid este domingo fue el más largo de toda su carrera, la espera que le precedió en los aledaños del Bernabéu no se quedó atrás.

No fui consciente de los espartanos que acamparon la noche anterior o antes para conseguir restregarse al día siguiente contra el Boss o en su defecto, contra la valla del escenario, ni tampoco de si amanecieron asando nubes y contando historias de miedo, porque llegué al día siguiente al mediodía.

Después de inspeccionar los alrededores y descubrir que unas dos o tres colas más se iban formando alrededor del estadio y que las pulseritas fluorescentes para estar cerca del escenario se habían agotado, nos resignamos a asentamos en nuestra posición y pasamos la tarde con una improvisada timba ilegal de Póker.

Fue a eso de las 6 de la tarde cuando todo el berenjenal se convirtió en Mordor, en el momento en el que abrieron las puertas, las cervezas volaban de mano en mano y el wannabe de Axl Rose de dos filas más atrás se inquietaba.

Como si nos persiguiera un cazador y estuviéramos a punto de gritar “Jumanji” bajamos casi rodando hasta la pista, donde nos tuvimos que detener en la valla de la mitad. Poco después, por lo que sea que se les pasara por la cabeza, alguien de la organización decidió abrirla y fue gracias a eso por lo que pude gritar como una descosida con Springsteen a tan solo unos metros de distancia.

Eso sí, haciéndose de rogar, el muy cabrón, a la hora de salir.

Unos 35 minutos después de la hora a la que se tenía previsto que el Boss saliera por una esquina gritando “Hola, Madrid” y en los que empezó a surgir la idea de entrar y sacarle de los pelos, Springsteen, que lleva como una rosa eso de ser sexagenario, hacía su aparición ante un estadio más al completo que una faja de Falete, con la guitarra marcando los primeros acordes de Badlands.

Dándole mucha importancia y desgarrándose la voz con las canciones de su nuevo disco, Springsteen consiguió hacernos empezar a saltar a casi 60.000 personas con su himno de Wrecking Ball o los rápidos ritmos de sabor irlandés de Death To My Hometown. Algunas palabras emotivas en español que leía de una cómica forma poco disimulada, con la cara en paralelo a la chuleta del suelo, arrancaron varios aplausos y fueron la antesala de la bóveda de luces blancas que se creó en las gradas con las pantallas de las Blackberry durante Jack Of All Trades. Momento smartphone. 

Interactuó con el público más cercano al escenario durante todo el concierto, bajando por las rampas y acercándose a las pasarelas de los laterales, lo que provocó varias avalanchas de gente en las que me sentí como la ardilla de Ice Age y en las que, gracias a que me levantaron por encima de la multitud en algún momento y no me comí el suelo, Dios sabe cómo, conseguí hacer alguna foto decente.

Bruce, además de pasearse con andares con mucho flow y contonearse con movimientos sensuales, sacó a un par de niños al escenario a cantar mientras encadenaba una canción con otra cada vez con más energía que la anterior, haciendo dudar de si de verdad es un señor de 62 tacos. En un momento del concierto, con Tenth Avenue Freeze-out, tuvo lugar un pequeño homenaje al que fuera el mítico saxofonista de la E-Street Band, al cual se unió todo el público coreando "Clarence".

No faltaron los clásicos The River, Born In The USA, Because The Night, Born To Run, Dancing In The Dark o Thunder Road, lo que provocó algunos comentarios con dos amigas que ya estaban muriendo en la tercera hora, como “Ha cantado todas las que yo quería” “Normal, ha cantado quinientas. La pregunta es cuál no ha cantado.”

Este fue el tramo del concierto que más debate interior causó. Por una parte, es Bruce Springsteen, no quieres que acabe nunca. Por otra, quieres vivir. Algunos fans, seguramente entrados ya en años que no son capaces de aguantar sin speed tanto como el Boss, sacaban carteles que rezaban algo como “Bruce, soy demasiado viejo para un concierto de 3:40”, a los que Springsteen respondía cantando uno o dos discos más. “¡La última!”, gritaba con la guitarra en alto antes de cantar 47 bises.

Claro que la mayoría de los que estábamos ahí hubiéramos aguantado cinco horas más con el buen ambiente y la energía que se transmitía desde el escenario.

Con una versión de Twist and Shout y la compañía de Southside Johnny culminó el que a la mañana siguiente se conocería como el concierto más largo de la carrera de Bruce Springsteen, llegando a las 3 horas y 48 minutos, y del cual pondría algún vídeo si todo lo que grabé no hiciera parecer que tengo Parkinson o no le enfocara medio vídeo a la calva de un señor de delante.

Minutos más tarde, a la salida tuvo lugar lo que por la tarde pero a la inversa. Miles de personas corriendo por Madrid para hacerse con un taxi después de un concierto más largo que la fiesta de tres días de Ted Mosby.

-Ha terminado tarde el concierto, ¿no? -Trolleó nuestro taxista al vernos desfallecer en el asiento de atrás.
-Yo pensaba que no iba a terminar nunca.

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